Nunca
se ha ganado una batalla desde la debilidad. Sin embargo no siempre la
fortaleza reside en aquello que pensamos. La violencia, la voracidad y el deseo
de ganar son claros signos de debilidad. Todo lo que pone su eje afuera, es por
definición débil.
Se
cuenta en el Tibet que un reconocido maestro budista, se recluyó en las
montañas a meditar. Abandonó a sus discípulos y ocupaciones luego de un sueño
que le indicó buscar un determinado lugar en la montaña. Así lo hizo y pasaron
largos años en los que el maestro vivió en contemplación y en armonía con su
entorno. Una mañana de otoño como cualquier otra el maestro se acomodó en un
claro de la montaña desde donde pudo ver una inspiradora escena.
Un
temible oso salvaje se disponía a atacar a una indefensa grulla blanca que se
encontraba inmóvil a un costado de una roca. El maestro consideró la
posibilidad de intervenir pero es parte de la ley que ese tipo de cosas
sucedan, así que se sentó a observar.
El oso
se lanzó enfurecido contra la grulla que con un movimiento delicado y lleno de
gracia, esquivó el primer ataque. Tras pasar de largo, el oso furibundo se
dispuso a atacar a la grulla por la espalda pero el ataque fue nuevamente conjurado
con un movimiento acompasado y leve. Luego de unos minutos la escena se había
transformado en una suerte de danza, el oso arremetía en cada ataque más y más
iracundo, más y más desembozado, más y más furioso. La grulla danzaba. Parecía
como si ni siquiera notara el peligro al que se enfrentaba. No perdía su
centro, no perdía su ritmo, seguía ejecutando su delicada danza con maestría y
en soledad. Por más de una hora se prolongó este espectáculo, al cabo de ese
tiempo el oso extenuado, huyó. La grulla retomó su inmóvil posición original.
Luego
de ver esto el maestro comprendió y regresó a su ciudad en la que fundó una de
las más bellas disciplinas de Kung Fu llamada escuela de la grulla blanca
tibetana.
La
grulla no sabía pelear. No era de su esencia la violencia ni el ataque. Pero sí
que sabía de cómo ser grulla y sabía danzar. Había llegado a ser una perfecta
grulla. No creo que las grullas se pregunten demasiadas cosas ni tengan
complejos dilemas, pero esta grulla de algún extraño modo aceptó su destino;
jamás anheló ser lo que no era ni tener las destrezas que no le eran propias. Desarrolló
el arte que como grulla le estaba reservado: el arte de danzar. Habiendo
conquistado su arte estaba preparada
para todo: combatir, cazar, volar, vivir, todo eso es fácil para quien sabe
bailar.
Dicen
los maestros que los seres humanos somos ligeramente más complicados que las
grullas pero que, en esencia, la situación es la misma. Se trata simplemente de
escuchar la propia voz. De aceptar quiénes somos y de atrevernos a descubrir
cuál es nuestro arte. Si tu arte es como la grulla blanca, el de la danza, no
tienes a qué temer, ya conoces tu fortaleza.
Danza,
gira, salta, danza, baila con él, danza, vuela, baila, danza, gira, gira, gira…